Capítulo 10: LA CONDESA DE CHINCHÓN



Busto en honor a Francisca Enríquez de Rivera, Virreina del Perú y Condesa de Chinchón
                                                                       
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Francisca Henríquez de Rivera fue hija de Perafán de Rivera, Conde de la Torre, y de Inés Henríquez y Sandoval. El matrimonio tuvo tres varones, Perafan, Juan, Luis y tres mujeres Antonia, Francisca e Inés. Por el lado de su madre Francisca era descendiente de San Francisco de Borja, de la Compañía de Jesús, quien envió el primer contingente de jesuitas que llegó al Perú en 1568.

Los padres eran influyentes personajes de la corte española de Felipe III. La madre fue prima del Duque de Lerma Francisco de Sandoval y Rojas, el segundo hombre más poderoso de España. Ya viuda, Inés desempeñó un importante papel político en las intrincadas relaciones entre los reinos de España y Francia. Para sellar su alianza y preservar la paz los reyes acordaron un intercambio de princesas. Ana hija de Felipe III contraería matrimonio  con Luis XIII, rey de Francia, a cambio de lo cual Isabel hermana del rey de Francia se casaría con Felipe el hermano de Ana, que luego sería Felipe IV.

Cuándo se trasladó la princesa Ana a Francia para el matrimonio y a residir en París la acompañó como primera dama de honor Inés Henríquez. Sin embargo, la verdadera misión de Inés consistía en espiar en la Corte de Francia y mantener informado de los pormenores directamente a Felipe III y a su primo el Duque de Lerma, todo lo cual se narra en las investigaciones editadas por Akkerman y Houben.

Los personajes de la corte francesa y las intrigas de esta época en torno a Ana de Austria, reina consorte de Francia, le sirvieron a Alejandro Dumas para escribir su célebre novela Los Tres Mosqueteros.

Inés era una mujer de carácter pues entre otras funciones tenía que lidiar en una corte extranjera que le era hostil, con la antipatía de María de Medicis, Reina Madre, suegra de Ana de Austria y con la del famoso cardenal Richelieu, entonces Secretario de Estado. Inés tenía como misión obtener información de la corte francesa recurriendo a confidentes y sobornos, para lo cual se le suministraba dinero adicional. Con el fin de contrarrestar el poder de Inés la corte designó a otra dama de honor francesa para que ambas oficiaran en el mismo cargo.   
  
Debemos presumir que Francisca con sus hermanos residieron unos años en París con su madre. Francisca Henríquez, la futura Condesa de Chinchón,  debió aprender mucho de esta experiencia en las Cortes de España y Francia la que años más tarde le serviría como Virreina del Perú.  

                                                 
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Francisca se casó con Francisco Chacón tuvieron un hijo y enviudó. Luego, en 1628 contrajo nupcias con Luis Gerónimo de Cabrera y Bobadilla, Conde de Chinchón, poco antes de partir a asumir el cargo de Virrey del Perú, según informa el conocido historiador padre Rubén Vargas Ugarte S.J. de la Compañía de Jesús. Él Conde era un hombre maduro de cuarenta y dos años y ella tendría que haber sido bastante menor. La Condesa era una  mujer  bastante atractiva. Rodrigo de Carvajal y Robles que la conoció en 1630 le dedicó los siguientes versos:

Luego que el sol templó en la fresca tarde,
sus rígidos ardores,
salieron a sus graves miradores
el Patrón de la casa de Cabrera,
con la fragante flor de la Ribera
de Alcalá, su consorte, 
a donde la beldad tiene su corte

En junio de 1628 los Condes arribaron a Cartagena de Indias, se detuvieron en Puertobelo y cruzaron el Istmo por el río Chagres hasta Panamá donde embarcaron para llegar al puerto de Paita alrededor del mes de octubre.   Aquí se separaron, el Conde siguió viaje a Lima por mar. La condesa en razón de lo avanzado de su preñez lo hizo por tierra, dando a luz en Lambayeque a Francisco Fausto el cuatro de enero de 1629 para reanudar luego el viaje y llegar a la ciudad de Lima el 19 de abril de 1629, siendo recibida de noche por el Virrey.

Vargas Ugarte sospecha que en este viaje por tierra, de Paita a Lima, la Condesa contrajo la malaria. Y no le faltaría razón, pues cruzó valles infestados del parásito. Sin embargo, también pudo haberse infectado en Lima donde la enfermedad era endémica. 

El médico genovés Sebastián Bado, en su obra  Anastasis corticis peruviae, seu chinae chinae defensio (Resurrección de la Corteza del Perú o defensa de la Quina Quina) publicada en 1663 sostiene que la Condesa contrajo la malaria y se curó con la corteza de la quina. Basa su afirmación en la versión que escuchó a Antonio Bolli un comerciante de su ciudad que vivió en Lima en la época de los Condes de Chinchón.

El autor manifiesta también que en agradecimiento del beneficio que había recibido de la cascarilla o quina la Condesa empezó a distribuirla gratuitamente (Ruiz). Lo que no sería de extrañar pues la Condesa se caracterizo por su generosidad y carisma en la ciudad. La relación de la Condesa de Chinchón con Agustín Salumbrino debió ser estrecha siendo la Botica de la Compañía de Jesús en Lima el único lugar de donde se proveía el remedio para esta obra de caridad y Salumbrino uno de los pocos que sabía administrar la cura. 

El libro con la vida de Salumbrino se difundido dos décadas después de su muerte. Esto ocurrió apenas tres años después de que se diera a conocer la obra de el médico genovés Sebastián Bado Anastasis corticis peruviae, seu chinae chinae defensio (Resurrección de la Corteza del Perú o defensa de la Quina Quina) que narra la historia de la Condesa de Chinchón, la malaria que sufrió y de  su curación con los polvos de la corteza del árbol de la quina.

La historia gustó y se expandió tanto que el científico y naturalista sueco Carlos Linneo en el siglo XVIII denominó Cinchona al género de plantas al que pertenece la quina en honor a la Condesa.

Enrique Torres Saldamando, conocido historiador del siglo XIX, refiere en su obra Los Antiguos Jesuitas del Perú publicada en 1882 varios documentos que podrían confirmar la versión de Bado pero que él no había podido hallar salvo uno de ellos. Se trata de una carta en el Archivo Nacional de Lima, en el legajo 1179, en el que el general de la Compañía de Jesús en Roma, que era entonces el padre Mutio Vitelleschi, expresa al padre Nicolás Durán Mastrilli, provincial de la Compañía en el Perú,  su satisfacción de que hayan sido los jesuitas los que curaran de malaria a la Condesa con la corteza. Torres Saldamando transcribe en su obra el párrafo de la carta:

 “Satisfactorio ha sido saber que la Excma. Señora condesa de Chinchón hubiese recuperado la salud por medio de los nuestros, sirviéndose concederlo N.S. para premiar la generosa liberalidad de sus Excelencias para con nuestra Compañía, en especial con el padre que dirige sus aciertos, por cuyo medio se consiguió. Del medicamento recibimos una cantidad con el P. Pdr. y se proveerá lo conveniente para su aplicación”  

El padre a quien se refiere Vitelleschi era Diego de Torres Vásquez, provincial de la orden hasta 1630 en que lo reemplaza Nicolás Durán. Y el lugar de donde provino la cascarilla del árbol de la quina fue la Botica que dirigía Agustín Salumbrino. Esto lleva a pensar que la enfermedad de la Condesa ocurrió poco después de llegar a Lima, con lo que se corroboraría la sospecha del padre Vargas Ugarte o en los primeros dos años en que llegó al Perú. El padre Diego de Torres Vásquez tuvo gran ascendencia sobre el Virrey y fue su confesor. Esta cercanía a la Compañía de Jesús podría explicarse también por el parentesco de la Condesa de Chinchón con San Francisco Borja y del otro la gran influencia que ella ejercía sobre el Virrey como se aprecia en el Diario de Suardo.

Torres Saldamano hace mención a la Botica de los jesuitas al tratar de la curación de la Condesa.  En esos años  trabajaba con el tradicionalista Ricardo Palma al servicio de la Biblioteca Nacional. Este último, al igual que Torres Saldamando, era acucioso lector de manuscritos. Es difícil pensar que Torres Saldamando no haya compartido su hallazgo con Palma, más aun habiéndose hecho público. Es probable que Ricardo Palma se haya inspirado en esta información para escribir su famosa Tradición Los Polvos de la Condesa en la que sostiene que fue un hijo de San Ignacio, jesuita, el que dio el remedio de la quina para curar de malaria a la Condesa. Ese personaje tendría que haber sido Agustín Salumbrino. Ricardo Palma concluye con humor que el jesuita que curó a la Condesa con la cascarilla del árbol de la quina le prestó a la humanidad mayor servicio que el fraile que inventó la pólvora. Esta afirmación no deja de ser uno de los tantos dardos anticlericales de Palma pues como sabemos los primeros en fabricar el explosivo fueron los chinos.

La carta de 
Mutio Vitelleschi se encontraba en el Archivo Nacional entonces en la Biblioteca Nacional del Perú la misma que fuera saqueada por la tropa chilena en la Guerra del Pacífico y sufrido un grave incendio a mediados del siglo XX, sin contar los innumerables robos de manuscritos que ha padecido. Según estimaciones de la Biblioteca Nacional en el incendio se perdieron cuarenta mil manuscritos. Estos desafortunados hechos hacen difícil que la carta se pueda encontrar para corroborar lo dicho por Torres Saldamando, aunque no hay razones tampoco para dudar de la palabra de este respetable historiador ni de la veracidad, si bien literaria, de la Tradición de Ricardo Palma.   

Luego de la cura de la condesa la noticia no se propagó como fuego por el virreinato ni por el reino de España, como se podría pensar. La pócima hecha de la corteza del árbol de la quina debía mantenerse en secreto para llegar primero a Roma al hospital del Espíritu Santo bajo control de los jesuitas. Entregar el secreto al rey de España y a los médicos de su corte hubiese convertido la cura en un instrumento político. La Compañía de Jesús siempre trabajó con cautela y diplomacia para  mantener cierta distancia o independencia del imperio español. Como se sabe, un siglo después esta posición acarreó dramáticas consecuencias para los jesuitas.                                        

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La malaria que aquejó al Virrey se encuentra de manera extensa documentada en el Diario de Lima por un clérigo llamado Juan Antonio Suardo, encargado por el Conde de llevar esta relación, lo que cumplió con gran meticulosidad. El manuscrito fue hallado por el  padre Rubén Vargas Ugarte S.J. en el Archivo de Indias de Sevilla en las primeras décadas del siglo XX.

Suardo da cuenta que en la madrugada del siete de mayo de 1631 el Virrey, aquejado de tercianas malignas se preparó a morir en su palacio de Lima.  A las cinco de la mañana se confesó y comulgó con el padre Diego de Torres Vásquez, provincial de los jesuitas. El  virrey encomendó a la Condesa, su esposa, el cuidado de su pequeño hijo Francisco Fausto de dos años de edad.

Al Conde lo acompañaban en su habitación el médico de la corte Juan de la Vega, otros facultativos así como varios otros  servidores de la corte. A fines del mes de abril el Conde había tenido que excusarse de asistir a las reuniones oficiales. A principios del mes de mayo no podía siquiera firmar el despacho.  Los médicos, constituidos en junta que sesionaba dos veces al día, lo habían estado tratando con sangrías como lo aconsejaba la medicina de la época. No obstante estos cuidados,  el cinco de mayo la condición del paciente se agravó y las calenturas fueron en crecimiento.

En este trance, la Condesa recurrió a la ayuda Divina. Mandó repartir cincuenta monedas de plata de veintisiete gramos cada una a cada convento y hospital de la ciudad así como dos candelabros de plata de mucho valor a la iglesia de Nuestra Señora del Prado para que los religiosos pidiesen a Dios por la salud de su esposo.

El nueve de mayo de 1631 la fiebre cesó de momento y el Virrey algo recuperado pudo seguir atendiendo el asunto más importante que tenía a su cargo. Debía apurar la llegada a Lima de los cientos de mulas cargadas de oro y plata que todos los años venían por estos meses de abril y mayo de Carabaya, Oruro y Potosí para embarcar el llamado Tesoro del Perú en la Armada Real por el puerto del Callao rumbo a España.

El veinticinco de mayo,  el Conde volvió a recaer con accidentes de fríos y calenturas disponiendo sus médicos que lo volvieran a sangrar. Luego lo trataron con purgantes, razón por la cual no pudo trasladarse de Lima al puerto del Callao a presenciar la puesta a bordo de los metales en las naves. Es posible que los jesuitas no obstante la cercanía que guardaban con el Virrey no se animaran a abiertamente ofrecer la cura que conocían y que tan buen efecto había hecho a la condesa. Quizás temieran también enfrentar a los médicos formados bajo la escuela de Galeno que se resistieran a experimentar en el Virrey, personificación del rey de España en el Reino del Perú, la cura con una pócima de plantas.  

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A últimas horas de la tarde del treinta y uno de mayo de 1631 se hizo a la vela la Armada Real con dirección a Panamá llevando el precioso cargamento de oro y plata.

En una de las naves viajaban los procuradores jesuitas padres Alonso Messia y Hernando León Garavito custodiando los fardos con la corteza de quina en polvo preparados por Agustín Salumbrino en la Botica de la Compañía de Jesús. Después de casi veinte días de navegación el inapreciable medicamento llegó a la ciudad de Panamá, donde fue descargado para cruzar en mulas el agreste camino del istmo palúdico hasta Portobelo para seguir a Cartagena, a la Habana, cruzar el Atlántico y llegar a Sanlúcar de Barrameda en Sevilla. En este puerto deslumbró la descarga del oro y la plata así como de las esmeralda y perlas.

La llegada del polvo de quina pasó desapercibida.  Finalmente siguió su camino a Roma y a su destino final el Hospital del Espíritu Santo. Partiendo del Callao, un viaje de seis meses de muchas peripecias y riesgos por las tormentas y demás inclemencias naturales así como por el temor a los ataques de los piratas y enemigos de España.   

El Virrey salvó la vida. Para el mes de junio ya se encontraba recuperado de las fiebres. En el Diario de Suardo se menciona la junta de cuatro médicos bajo supervisión del protomédico así como al tratamiento médico de sangrado y purgas de la época al que se sometió. Sin embargo Suardo no atribuye a ninguno de los médicos el mérito de la curación. Entonces, cabe preguntarse si pudo haberse curado con la cascarilla del árbol de la quina al igual que la Condesa. Remedio que le fuera administrado de manera discreta.

Hugo A. Dejo, médico peruano, catedrático e investigador, autor de Rescatando la historia clínica del Conde de Chinchón analiza el desarrollo de la enfermedad del Virrey a la luz de los conocimientos médicos actuales  pero en base a la narración de Suardo a la que califica de pieza semiológica excepcional de historia clínica, redactada en plena época virreinal. Considerando la manera cómo evolucionaron los síntomas de la  malaria del Virrey hasta que sanó, el doctor Dejo deduce que  ocurrió gracias a la quina, un tratamiento naturista que sus médicos desconocían o en el que no confiaban. Asimismo infiere que quien habría proporcionado el remedio al Conde fue su confesor el sacerdote jesuita Diego Torres que era de su círculo más  íntimo, esfera de la vida privada al que Suardo no tenía acceso; razón por la que no podría haber sabido que fue la quina el remedio que libró de la muerte al Virrey. Por nuestra parte agregaríamos que la cascarilla no pudo haber provenido de otro lugar más que de la Botica de Salumbrino y que probablemente él mismo fue quien se la dio a tomar al enfermo en secreto.  


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La literatura recogió la historia de la curación de la Condesa de Chinchón y la contó de distintas maneras, en género de novela, tradición, teatro y poesía. En gran medida esto se debe al carisma y apreció del que gozó la Virreina en la ciudad de Lima.

La primera novela fue Zuma o el Descubrimiento de la Quina, escrita en francés por la condesa de Genlis publicada en 1827. En este mismo género está Hualma el peruano de un autor alemán identificado con el seudónimo de W.O. von Horn. El tradicionalista peruano Ricardo Palma escribió Los Polvos de la Condesa.  José María Pemán, español, fue autor de la obra teatral La Santa Virreina, poema dramático muy popular en la España franquista.

En el Romancero de las Calles de Lima de Arturo Montoya se recoge en verso la historia de la condesa al tratar sobre la calle de la Cascarilla, que es como se denominaba a la quina. La calle, hoy en día una de las cuadras de la Avenida Abancay, era uno de los lados del perímetro que ocupaba el Colegio de San Pablo y la Botica de la Compañía de Jesús. La otras calles que cerraban el terreno eran las calles de los Estudios, del Gato y de la Botica.

En las artes plásticas el busto de la condesa y virreina del Perú, Francisca Enríquez de Rivera, obra del escultor Antonio Ballester, se luce en la explanada de una de las colinas del pueblo de Chinchón, cercano a Madrid. El monumento se encuentra al lado de lo que fue el palacio de los condes, hoy Teatro Lope de Vega, y de la Torre del Reloj, única edificación que queda de la antigua iglesia de Nuestra Señora de la Gracia. Es un bello paraje de álamos y flores. La placa conmemorativa está dedicada por el pueblo de Chinchón a la Condesa como descubridora de la quina.

La leyenda eligió a la Condesa y no a su esposo para  rendir homenaje a todas las víctimas del Plasmodium y al descubrimiento de la quina. Desde los tiempos remotos los pueblos prefieren identificar las sanaciones con el arquetipo femenino de la Divinidad, con el símbolo de la madre y en la tradición cristiana con la Virgen María.

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A partir de los acontecimientos que narramos y durante los siguientes diez años Agustín Salumbrino vio crecer la Botica, ahora potenciada con el comercio y la exportación de la corteza de quina. 



Vivió para asistir a la inauguración de la imponente Iglesia de la Compañía de Jesús en el Colegio de Lima de los jesuitas, al lado de la Botica, siendo provincial el padre Antonio Vázquez.

Con motivo de la dedicación de la Iglesia asistió a las fiestas que se hicieron a fines del mes de julio de 1638. El día 30 de ese mes hubo un gran procesión que empezó en la iglesia vieja de la Compañía de Jesús siguió a la Catedral, al convento de San Agustín y de allí a la Iglesia nueva. Suardo narra en el Diario de Lima que en la noche hubo muchos y muy grandes fuegos y luminarias por toda la ciudad y para verlos y pasar la dicha procesión fue la señora Virreina y marqués, su hijo, a casa del oidor Merlo de la Fuente, desde donde la vio pasar y los fuegos, a la noche, hasta que se fue su Excelencia a Palacio.


A principios del año 1639 el padre Nicolás Durán Mastrelli vuelve a encargarse de la Provincia del Perú y el padre Antonio Vázquez regresa a ser rector del Colegio de San Pablo. En este período muere Agustín Salumbrino el año 1642. Es entonces que el rector Antonio Vázquez escribe la Carta de Edificación que al poco tiempo se convertiría en el libro que publicó en España el sacerdote jesuita Alonso de Andrade.    

En 1639 los condes de Chinchón dejan la ciudad de Lima. No fue un año feliz, antes de su partida tuvieron que presenciar en la Plaza de la Inquisición la ejecución de once judíos, uno de los cuales fue quemado vivo. Según Suardo esto causó mucha lástima a todos; siendo el comentario el de una persona cercana a los condes, es evidente que el evento no fue del agrado de ellos. Al día siguiente fueron sacadas a azotar varias hechiceras. 

El nuevo virrey fue el marqués de Mancera.  Un año antes de su deceso Salumbrino supo el de la condesa de Chinchón. Los Condes y su hijo Francisco Fausto regresaban a España. Llegando a Cartagena de Indias la Condesa murió el 14 de enero de 1641, trece años después de haber entrado al virreinato del Perú por ese puerto. No sabemos si sus restos quedaron en Cartagena o si en el viaje fueron llevados a enterrar a España. Cabe también la posibilidad de que su cadáver haya quedado transitoriamente encargado a una orden religiosa en Cartagena el tiempo suficiente para después discretamente trasladar solo sus huesos.

                                              
A fines del mes de abril de 1642 la ciudad de Lima celebraba con grandes fiestas, candeladas, luminarias y carrera de todos los caballeros con vestidos de color y plumas blancas el descubrimiento de un buen socavón de mercurio en Huancavelica (Mugaburo).  Fue recién entonces que Agustín Salumbrino dejó sus ocupaciones. Luego de sobrevivir a una sentencia de muerte en Roma, al riesgo de los viajes por mar y a los contagios al que lo exponía su ocupación llegó al final de su camino. Le dio gran inapetencia y no podía probar alimento, con lo que sus fuerzas se fueron consumiendo. Quedó postrado en cama. Dios lo llamó a su presencia el domingo tres de agosto de 1642 a los setenta y ocho años de edad.

El funeral del fundador de la Botica en la capilla del Colegio de San Pablo los días tres y cuatro de agosto de 1642 tuvo una concurrencia inusual, considerando que el finado era solo un hermano jesuita dedicado en vida a los humildes oficios de enfermero, cocinero y boticario.

Sabemos que estuvieron presentes en las exequias, además de los religiosos, un innumerable número de personas de distintos estados, vale decir españoles, mestizos, negros e indios. Hubo una gran presencia de mujeres. Para ellos era como la muerte de un familiar cercano. 

No se registra que haya asistido el entonces virrey Marqués de Mancera, tampoco se menciona la asistencia oficial de la Audiencia o del Cabildo o del arzobispo de Lima. No se siguió un protocolo oficial ni civil ni religioso, salvo el de las sencillas reglas que prescriben las Constituciones de la Compañía de Jesús para el entierro de cualquier miembro de la orden.

El pueblo de Lima se hizo presente de manera masiva; incluidos todos los gremios de artesanos y comerciantes de la ciudad. Desfilaron los carniceros, menuderos, pasteleros, cereros, confiteros, molineros, mesoneros, pasamaneros, espaderos. El pueblo no se identificaba tanto con el Rey, el Virrey, su Corte y autoridades eclesiásticas como con el fundador de la Botica.    

Su cuerpo fue exhibido en un féretro abierto. Refiere su hagiógrafo que después de divulgarse su deceso vinieron desalados de todos gremios y estados innumerables personas a venerar su bendito cuerpo como de santo, besándole los pies y las manos, tocando con sus rosarios su cuerpo y tomando lo que podían por reliquias.

A no defenderle los religiosos de casa, le hubieran hecho pedazos según el gentío que cargó sobre él y el ansia con que pedían alguna cosa que hubiese traído o tocado como reliquia de verdadero santo.

En especial cuando le quisieron levantar para llevarle a  la sepultura, fue tal el alarido de las mujeres y la fuerza con que embistieron a tomar algo de su mortaja que a no defenderle la justicia, no pudieran enterrarle.

Al fin después de mucha violencia, le colocaron en un nicho aparte, con la veneración que pedía su santidad  y la estima que todos tenían de ella, cuya gloria quiso manifestar nuestro Señor con algunos milagros que sucedieron luego que pasó de esta vida a la eterna. Sus restos descansan en la cripta bajo la hermosa Iglesia de San Pedro de Lima. 

El reconocimiento de la Compañía de Jesús a su labor se pone de manifiesto en el retrato en lienzo del fundador de la Botica hermano Agustín Salumbrino en marco dorado en la sala principal de la Botica hasta la expulsión de los jesuitas, además de otra imagen más pequeña. De esto se deja constancia en el Inventario de entrega de los bienes de la Botica de 1770 a la Congregación del Oratorio de San Felipe Neri. 

Su biógrafo atribuye a las reliquias de Agustín Salumbrino varias sanaciones a distintas personas. Lo que quizás no imaginó es que Salumbrino en vida había sido el instrumento a través del cual se había venido gestando un milagro, como el árbol que parte de una semilla germinada. Al fin, después de una urgida espera el mundo fue despertando de la pesadilla que lo afligía desde hacia milenios. 

                                             
                                                                    EPÍLOGO
                                       
                
Algunas notas a modo de epílogo:

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A los jesuitas del Perú se les expulsó en 1767. Se les confiscaron los bienes que les servían para cumplir su misión con cierta independencia económica de las autoridades españolas. 

Gracias al Colegio Máximo de San Pablo y a los extraordinarios jesuitas que pasaron por sus claustros y patios se difundió la educación entre las distintas clases sociales y culturas, se valoró y defendió a la población indígena y afrodescendiente, se preservaron los idiomas nativos, se estudio la historia de las antiguas civilizaciones y pueblos del Perú, las plantas y animales oriundos, se contribuyó así a forjar la nacionalidad peruana y a través de su Botica se dio a conocer al mundo el árbol de la quina para la cura de la malaria.

Con la República lejos de convertir al Colegio de la Compañía de Jesús en el lugar donde honrar la memoria de tantas buenas obras sus edificaciones fueron rapiñadas por distintos gobiernos. Hasta mediados del siglo XX se podía apreciar algo de lo que aun quedaba del hermoso inmueble de la Botica fundada por el hermano Agustín Salumbrino. Su fachada y patio interior con arquerías. Con un espacio amplio al frente, empedrado, para el estacionamiento de las carrozas. Un zaguán con ingreso a un patio para recibir o despachar carga. 

El año de 1943 un incendio en la Biblioteca Nacional destruyó parte de la construcción. Otra sección con hermosos patios, arquerías, fuentes y plantas donde funcionaba desde el siglo XIX la Normal de Mujeres de San Pedro a cargo de las hermanas del Sagrado Corazón quedó en pie, en buen estado. Sin embargo, sus ambientes fueron demolidos por un gobierno en la década de los años 50. Cuando se removieron los escombros y se excavó se encontraron  vidrios de frascos de la Botica. Sobre el terreno otro gobierno construyó el Banco Central de Reserva del Perú, mole de discutible gusto arquitectónico. Por fortuna, gracias a la abnegada labor de los jesuitas 
se pudo conservar la Iglesia de San Pedro, capillas, un patio y unos pocos ambientes para que las futuras generaciones puedan admirar y venerar al menos lo que queda de este santuario histórico.

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Como se sabe, el mundo invisible del Plasmodium permaneció oculto hasta finales del siglo XIX en que el médico francés Charles Louis Alphonse Laverán logró observar con un microscopio en muestras de sangre fresca algunas de sus formas; primero una media luna que se volvía esfera y de la que surgían filamentos que se desprendían y cobraban vida propia. Al principio casi nadie tomó en serio su descubrimiento. Las mejores mentes científicas no podían imaginar que algo tan fantástico fuera real. Poco tiempo después Ronald Ross, médico inglés, sorprendió a la comunidad científica internacional mostrando como ese extraño ser descubierto por Laverán se valía del mosquito para procrear en su interior y transmitir la enfermedad a otro ser vivo.

Resultó como si existieran mundos paralelos y múltiples Génesis. En uno el ser humano era el centro, criatura concebida para sojuzgar la tierra, o al menos es los que creemos. En el del Plasmodium la creación giraba en torno a él, nosotros éramos su alimento. Los mosquitos se encargaban de facilitar su entrada a nuestro escenario. Al germen le interesaban tan poco nuestros afectos como a nosotros los de las vacas o pollos. Hasta aquí una confirmación elemental en el sentido de que todos los seres vivos luchamos por sobrevivir sin importar si es a expensas de otro. Desde esta perspectiva seres humanos, mosquitos y Plasmodium  somos iguales, sin embargo los seres humanos tenemos la inteligencia y el poder de discernir. 

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En 1860 el explorador y botánico inglés Clements R. Markham explora las selvas de Carabaya, Sandia y Tambopata en las Regiones de Puno y Madre de Dios al sur este del Perú y recolecta especies de árboles de quina calisaya para llevarlos a la India. La malaria afectaba gravemente a los pobladores de este antiguo país y al ejército colonial inglés que lo había conquistado. El lugar más favorable que encontró Markham en la India por su parecido con el medio ambiente de los lugares donde había encontrado la quina calisaya en el Perú fue Coorg donde se estableció una primera plantación, según señala George King en su Manual of Cinchona Cultivation in India. 


Los cultivos del gobierno británico en sus colonias del Asia se extendieron a Sikkim, en la cordillera del Himalaya, a Bengala Occidental y a la isla de la actual Sri Lanka.    

En los años siguientes se hicieron siembras masivas del árbol de quina en la India y otros lugares del Asia. El árbol se convirtió en un aliado del hombre y a cambio este lo ayudó a propagarse en el Oriente. En su territorio de origen, el Perú, el árbol no recibió el agradecimiento debido y casi se extingue por la sobre-explotación y falta de cultivo. Nadie es profeta en su tierra.  

Luego en el XX se mejoró sustancialmente el diagnóstico de la enfermedad con las pruebas de sangre. A mediados de ese siglo el laboratorio Bayer en Alemania logra sintetizar la sustancia natural de la quinina, como cloroquina, lográndose una amplia disponibilidad de medicamentos y derivados. Igualmente, al haberse identificado al mosquito como agente transmisor del Plasmodium se le combate con medios preventivos.

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Sin embargo, la erradicación del Plasmodium no logró el éxito esperado. La malaria de ser una enfermedad a la que todo ser humano estaba expuesto sin importar su condición social, pasó a ser una de las principales causas de muerte de los pobres al lado de la tuberculosis y el VIH/SIDA. En el siglo XXI entre medio millón y un millón de personas muere al año por la malaria y es posible causa concomitante de dos millones más de muertes, según informes de la Organización Mundial de la Salud. Aproximadamente el ochenta por ciento, son niños de entre cero a cuatro años en el África subsahariana. Los infectados, casos agudos, se estiman en casi quinientos millones de personas, que al padecer los síntomas y la debilidad no pueden vivir bien, ni trabajar o ayudar a mantener a su familia. En el Subcontinente americano los pobladores de la Amazonía son las principales víctimas. En un futuro cercano, en razón del calentamiento global del planeta la malaria podría volver a ser el reto que por siglos enfrentó la humanidad.
                                           
La perversidad del sistema, como lo ha hecho notar Bill Gates, es que se gasta más dinero hoy en día en estudiar cómo cuidar el cabello y evitar la calvicie que en investigar la malaria para contar con una vacuna que proteja a todos no solo a los que tengan acceso a los sistemas de salud. 

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Las plantas han tenido un rol preponderante para los seres humanos. Tenemos tanto que aprender de su uso, como lo muestra la Botica de la Compañía de Jesús. El caso de la quina es un notable ejemplo como lo destaca Varro E. Tyler en su ponencia Natural Products and Medicine: An Overwiew. 

Tyler destaca que hoy en día no obstante el desarrollo de las drogas sintéticas, las provenientes de las sustancias vegetales siguen manteniendo un sitial importante en la medicina, incluso en los Estados Unidos de América. Concluye que necesitamos hacer todo lo posible para que se desarrollen las investigaciones científicas y que existe un gran potencial que podría hacer aún más significativas las medicinas de fuentes naturales. 

El poco interés en el mundo del siglo XXI por el estudio de sustancias orgánicas medicinales tiene algunas explicaciones. Varro E.Tyler menciona las que conciernen sobre todo a Estados Unidos. Una investigación sobre sustancias naturales curativas no resulta atractiva pues el costo de lograr que la United States Food and Drug Administration (FDA) la apruebe es de US$ 231 millones dólares, en promedio. En el caso de plantas hay un riesgo de que no se pueda lograr una patente; en consecuencia el laboratorio que hizo la investigación no podría recuperar el capital invertido. 

Bibliografía del Capítulo 10

En adición a la hagiografía de Agustín Salumbrino en este Capítulo 10 hemos recurrido a las siguientes fuentes complementarias:

-RODRIGO DE CARVAJAL Y ROBLES, Fiestas de Lima por el nacimiento del Príncipe Baltasar Carlos, Lima 1632, prólogo de Francisco López Estrada, Sevilla 1950


-HIPOLITO RUIZ, Quinología, o Tratado del Árbol de la Quina o Cascarilla, Madrid, 1792 

-JUAN ANTONIO SUARDO, Diario de Lima, introducción y notas de Rubén Vargas Ugarte S.J, Lima, 1935

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FOTOGRAFÍAS DE PATIOS Y AMBIENTES EN LOS QUE SE ENCONTRABA LA BOTICA DE SAN PEDRO DE LIMA, EN GRAN PARTE DEMOLIDOS POR EL GOBIERNO PERUANO EN LA DÉCADA DE LOS AÑOS 50

  









Patio de Recreo  



Patio de San José 




Patio de la Virgen 

                                                                 Galerías de Estudio          
                                                

                                                                                 

Salón de Clase






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