Capítulo 7: LA MALARIA EN LIMA

                                                     

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Agustín Salumbrino llegó a la ciudad de Lima, la Ciudad de los Reyes, en el mes de noviembre de 1604. El cielo lucía despejado por las noches. Podían verse las Tres Marías, las estrellas brillantes del cinturón de Orión, puesto de cabeza. La ciudad se encontraba alborotada por los preparativos para  el recibimiento del Conde de Monterrey. Las autoridades del Cabildo limeño discutían sobre el Arco del Triunfo que se pondría en la calle por la que ingresaría el nuevo Virrey designado por Felipe III, los detalles del ceremonial, su financiamiento, tema siempre difícil, y las coordinaciones para la asistencia puntual de las instituciones y de la población. 

Durante las casi cuatro décadas que vivió Salumbrino en Lima llegaron a Lima hasta seis poderosos virreyes, cada uno encarnaba al rey mismo en el Reino del Perú. El Conde Monterrey, el Marqués de Montesclaros, el Príncipe de Esquilache, el Marqués de Guadalcázar, el Conde de Chinchón y el Marqués de Mancera. Todos con la misión primordial de asegurar que entre los meses de abril o mayo de cada año partiera del Perú hacia España la armada española con el oro y la plata del Perú.  

El día ocho de diciembre, un mes después que llegara Salumbrino a Lima, el Conde Monterrey hizo su ingreso a la ciudad por la calle en la que vivía la familia de Isabel Flores de Oliva, conocida luego como Santa Rosa de Lima, a quien Agustín Salumbrino atendería en la Botica los últimos años de su enfermedad. En ese entonces la Santa era una joven de dieciocho años.

Santa Rosa vivía en un modesto solar de la villa virreinal con una huerta de árboles y plantas diversos regados por una acequia. A espaldas de la construcción donde nació se encontraba el Hospital del Espíritu Santo para asistir a los marineros que al llegar eran atacados por las fiebres tercianas (malaria), según refiere Ricardo Palma en su tradición el Rosal de Rosa. En 1614 Rosa se mudaría a la casa del contador Gonzalo de la Maza y su esposa María de Uzátegui, muy cerca a la Botica de la Compañía de Jesús bajo la dirección de Agustín Salumbrino.




Lienzo La Amistad de Santa Rosa con los mosquitos 

Desde su fundación Lima se encontraba dividida en manzanas, como un damero, y cada manzana en cuatro solares signados a igual número de familias. Esto permitía a cada vecino contar con una amplia huerta, regada por el eficiente sistema de canales heredado de los antiguos peruanos. Era el espacio familiar ideal para introducir plantas de España que crecían bastante bien en esta prodigiosa tierra. Frutales como la vid, el olivo, dátiles, higueras, granadas, membrillos, manzanas y naranjas. Igualmente variedades de plátanos del África y tamarindos del Asia. Diversas plantas medicinales, entre ellas el hinojo, el aloe, el eneldo, la ruda, las adormideras, así como el jengibre y la cañafístola de la India. Entre las flores destacaban las rosas, los claveles rojos y clavellinas, las azucenas, los lirios, las malvas y las manzanillas. Un Jardín del Edén para cada conquistador. Sin embargo, por el riego por inundación del agua proveniente de las acequias y de su estancamiento era también un paraíso para los mosquitos y por ende para el Plasmodium. 

Las huertas dentro de la ciudad no eran las únicas causas de la alteración del ecosistema y de la propagación de los mosquitos. La tala de árboles para leña destruyó gran parte de los bosques de lomas,  refugio de los insectos y no hizo sino contribuir a impulsarlos hacia la naciente ciudad. La concentración de la población jugaba también a favor del Plasmodium. El Anopheles no vuela lejos del lugar donde ha nacido y crecido, el contagio era fácil. La profusión de mosquitos era característica en la ciudad en el verano y principios de otoño.

Por otro lado, la ciudad estaba rodeada de  haciendas en las que los españoles introdujeron cultivos traídos de España y otras partes que requerían riego intensivo como trigo, olivos, caña de azúcar, platanares y alfalfales además del cultivo del maíz nativo. Se sembraba en verano, el agua se estancaba y sus excedentes afloraban en terrenos más bajos en forma de pequeñas lagunas de aguas inmovilizadas constituyendo un  foco de malaria para los trabajadores del campo, principalmente esclavos africanos que vivían entre los cultivos. El padre Cobo escribe como con las hojas verdes del árbol de molle los negros que trabajaban en las viñas se defendían de los mosquitos. Para esto se ponían en la cabeza una guirnalda de ellas para que huyan de su olor (ver Anexo I Vademecum)
                                   


Hacienda San Juan Grande de los jesuitas en Surco, Lima (foto Skyscrapercity)

                                                        
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Gracias a los diversos testimonios que se recogieron a la muerte de Santa Rosa con el propósito de su beatificación, se sabe que en su huerta familiar abundaban los mosquitos transmisores de la malaria en las temporadas de calor. Estos mismos testigos informaban de un singular acuerdo que existía entre ella y estos insectos para que no la picasen. En esto, la vida de Santa Rosa nos trae a la memoria el pacto de paz entre San Francisco de Asís y el feroz lobo de Gubbio. Como se aprecia, las dos historias nos recuerdan el  concepto del lumen naturae de Paracelso, la indisoluble unión de la luz con la oscuridad o del fuego que brota de la naturaleza.

Según informa el historiador José Antonio del Busto los testimonios sobre este singular pacto entre Santa Rosa y los mosquitos fueron dados por dos de sus confesores más importantes los sacerdotes jesuitas padre Juan de Villalobos, rector del noviciado de los jesuitas de Lima, y el padre Diego Martinez. Asimismo, Catalina de Santa María, amiga de Santa Rosa, declaró que una vez que fue a visitarla en su ermita de oración en la huerta mató un mosquito que la había picado siendo reprendida por Santa Rosa quien le manifestó que otro día no los maté pues ella tenía un acuerdo con ellos. El contador Gonzalo de la Maza en cuya casa vivió y murió la Santa atestigua haber presenciado lo mismo.

El profesor Stephen M. Hart de la University College London en sus documentadas obras sobre Santa Rosa de Lima, la Evolución de una Santa y la Edición Crítica del Proceso Apostólico de Santa Rosa de Lima, hace notar que la mayor parte de los milagros que se le atribuyen en el complejo proceso para su canonización fueron sanaciones de fiebres tercianas y cuartanas, vale decir de paludismo o malaria. Esto de un lado, corrobora lo grave que era entonces esta enfermedad y por el otro lo pone al académico inglés, no religioso, frente al siguiente enigma expresado con sus propias palabras (Edición Crítica del Proceso Apostólico de Santa Rosa de Lima, pag.37):

 “En todas las descripciones de los veintinueve milagros, constituye el rostro de Santa Rosa el enfoque del interés en la narrativa o, para decirlo en términos de la narratología, el centro de dónde emana la acción del evento. Algo similar se puede ver en el “milagro” de la intangibilidad de Rosa cuando de los mosquitos se trata. Parece no ser casual de que el milagro más frecuente descrito en el Proceso Apostólico sea la sanación de la fiebre terciana, o fiebre cuartana, como en aquel momento se llamaba el paludismo; trece de los milagros son de fiebre terciana, y dos de fiebre cuartana. Efectivamente la sanación de estos quince casos de una enfermedad en particular, en este caso el paludismo, bate el record del Proceso Apostólico. Y aunque la ciencia en aquel entonces no había probado que el mosquito era la fuente tanto de la fiebre terciana como de la cuartana, a despecho de sus nombres diferentes eran caras de la misma moneda de la fiebre del paludismo; parece existir una extraña coincidencia entre la intangibilidad de Rosa con respeto a los mosquitos durante su vida y la extraordinaria fecundidad, después de su muerte, de su cuerpo- y especialmente la tierra alrededor de su tumba que había estado en contacto con su cuerpo- para combatir la enfermedad producida por los mismo mosquitos, es decir el paludismo. La perspectiva científica de  nuestros días nos informará, por cierto, que fue simplemente una coincidencia, pero, hasta que podamos entender la lógica de los milagros, esta coincidencia será un misterio para el investigador.

 Aún más, se nota una estrecha relación entre los dos tipos de milagros- el de la sudación del Rostro de Cristo y la sanación de varias enfermedades, incluyendo el paludismo, y se expresa por la presencia del sudor-.En la casi totalidad de las descripciones de las milagrosas sanaciones que encontramos en el Proceso Apostólico se destaca el detalle del sudor como signo de sanación exitosa”

Considerando la vecindad de Santa Rosa con el Colegio de San Pablo y su Botica, la relación entre ella y los jesuitas así como las fechas en que habrían ocurrido las curaciones milagrosas de la malaria, tomando en cuenta el Proceso Apostólico de 1630 a 1632, podríamos pensar en una posible relación del uso de la corteza de la quina en la curación de enfermos que fuera atribuido exclusivamente en el Proceso Apostólico a la tierra de la tumba de Santa Rosa diluida en agua que se daba de tomar al enfermo. En cualquier caso, llama la atención la cantidad de curaciones milagrosas de malaria o paludismo que se dan justo en los años en que los polvos de la corteza del árbol de la quina empiezan a salir de la Botica de los jesuitas y exportarse a Europa para la cura de la enfermedad..                                                     


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Desde la fundación de Lima por el gobernador Francisco Pizarro en el año de 1535, los cautivos africanos fueron llegando al Perú de a pocos traídos por comerciantes para su venta o como sirvientes de españoles. 

Décadas después, a mediados de los años 80 del siglo XVI se produce el ingreso masivo de esclavos a la ciudad de Lima y con ellos se consolidó la presencia del Plasmodium falciparum. A principios del siglo XVII, cuando Salumbrino llega a la ciudad el cuarenta por ciento de la población era de origen  africano, venidos por la ruta de Cartagena y Panamá. Había más africanos o afroperuanos que españoles. Estos últimos sumaban menos del treinta y ocho por ciento de los más de veinticinco mil habitantes que había. El porcentaje reflejado en el padrón hubiese sido mayor si se hubiese contado a los esclavos que vivían en las haciendas que rodeaban la ciudad  de Lima.

Desde el siglo XVI cuando los esclavos negros llegaban al puerto del Callao se les trasladaba engrilletados a un lugar que quedaba a la orilla del río Rimac opuesta a la que se encontraba la ciudad de Lima. De allí los comercializaban. Los esclavos que se contagiaban de malaria eran tantos que los españoles sembraron en el lugar árboles de malambo, Canella winterana, traídos de Cuba, por sus propiedades anti febrífugas. De allí quedó el nombre del lugar como el barrio de Malambo (Montoya y Tejada). Esto ocurrió décadas antes de que hiciera su aparición en la ciudad de Lima el árbol de la quina.  

Por la necesidad de curar las fiebres de la malaria se empezaron a sembrar también arboles de malambo en la calle de Malambito en medio de la ciudad. Arturo Montoya narra en su Romancero de las Calles de Lima:


Como, el Lima, la terciana
Era una terrible endemia,
En algunas de sus calles,
Malambos los godos siembran.
La cuadra a que me refiero,
por la circunstancia aquella,
fue provista de esos árboles,
que toda fiebre destierran;
i como a la de Malambo
esta cuadra se asemeja
en sus vecinos y aspecto,
aunque no es bastante extensa,
del diminutivo amiga
siendo la calle limeña,
LA CALLE DE MALAMBITO
se llamó desde hace fecha   

En el siglo XIX fueron los chinos los que sufrieron los rigores de la malaria en Lima, además de la crueldad de trato que recibieron en la explotación de las islas guaneras frente al litoral peruano. El naturalista Robert Cushman Murphy en su libro Bird Islands of Peru, sobre su visita en 1919 informa que la isla guanera más insalubre de todas por la malaria, así como la franja costera al frente, era la de Asia al sur de Lima.

A principios del siglo XX el diario El Comercio en su edición del cinco de julio de 1918 reclamaba la  intervención inmediata de las autoridades a fin de impedir que continúe enseñoreada sin ningún control la enfermedad del paludismo o malaria en la ciudad de Lima, capital del Perú. Calificaba este mal como un flagelo. 

Un mes antes, en su edición del cuatro de mayo de 1918 el mismo diario informaba que el paludismo recrudecía en todos los departamentos de la República y hace necesario contar con altas dosis de quinina. Y agregaba: Como se sabe, el Perú fue el país de origen de la quina. De nuestro suelo salieron los primeros cargamentos de cascarilla y peruanos fueron igualmente los arbolillos iniciales que hoy forman los inmensos bosques de cascarilla de Java y del Himalaya. Nosotros no fabricamos quinina y tampoco tenemos acceso fácil a la cascarilla. Importamos el medicamento de Italia e Inglaterra, principalmente. Urge que el Estado impulse la explotación de nuestra quinina.    

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Quizás las tristes escenas que presenció Salumbrino en Roma al coincidir los periodos de hambruna con los de malaria no ocurrieron en Lima pues aquí abundaban los alimentos frescos. Esto reforzaba el sistema inmunológico del pueblo así como la posibilidad de recuperación del enfermo; especialmente en casos benignos de la enfermedad. La malaria era aceptada por la población como parte de su vida cotidiana, como lo destaca Marcos Cueto en su obra. Quizás debemos agregar que a diferencia de nuestros tiempos la muerte misma era parte de la cotidianidad.    

En la ciudad no se conocían los inviernos ni las carencias que periódicamente aquejaban a Roma, las que predisponía a su población a las enfermedades y a sus estragos. Parafraseando a Hipócrates, la mejor medicina de los limeños era su alimentación. 

La ciudad de Lima que Salumbrino conoció estaba rodeada de tierra rica y bien dotada de agua para los cultivos. Su clima era amable para la agricultura comparado a los extremos del europeo. Se encontraba conectada por tierra y por mar con otros lugares de abastecimiento de productos como quinua, arroz, fréjoles, pallares, arroz, lentejas, almendras y cacao. El aceite  y vino se producía en tantas cantidades que se exportaban regularmente.  Asimismo, se contaba con abundante carne de vaca, cerdo, oveja, llama, cabras, conejos, cuyes, gallinas, patos, palomas y pavos. A mayor bendición, había una gran disponibilidad de productos marinos frescos por la proximidad al Océano Pacífico así como de camarones de río.

En el mercado de la plaza principal de Lima llamaba la atención la provisión regular de frutas durante todo el año y no sólo por temporada, como ocurría en las ciudades europeas. Una parte importante de esta fruta provenía de las huertas palúdicas de la ciudad. El comercio después de la religión era la actividad que más atraía a los limeños. Es mas, la lengua española, la religión y los mercados facilitaron acercar y amalgamar a todas las razas en la ciudad de Lima.  

La gran población africana de la capital también se beneficiaba de la disponibilidad de alimentos. El esclavo para su amo era un bien preciado. Había que cuidarlo para que no enfermase ni muriese en un medio en que escaseaba la mano de obra.

La vitalidad de la ciudad de Lima y de su población vista en el último mes del año de 1604, debió encantar a Salumbrino. A diferencia de Roma, los días de diciembre eran de sol y agradable calor. Las noches, limpias ya de la garúa invernal, dejaban ver las estrellas. Hasta las misas eran alegres, el pueblo cantaba y bailaba a la entrada y salida. Los africanos se reunían en la calle a tocar sus tambores y entonar los aires de su continente de origen.  En el mes de la Pascua la plaza mayor era un gran mercado en el que abundaban las flores, dulces, conservas, juguetes, pastas, licores y cuando de apetitoso y manducabas plugo a Dios crear, como narra el tradicionalista Ricardo Palma.    

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Para curarse de la malaria estaban las boticas y los médicos. Antes de que Salumbrino fundase la Botica de la Compañía de Jesús había una docena de estos establecimientos en la ciudad, cuatro pertenecientes a los varios hospitales que había. Los locales se agenciaban de fármacos de España mediante pequeñas compras a intermediarios que los traían para revender a precios elevados Como es de imaginar, estos productos podían estar adulterados o malogrados por el tiempo y vicisitudes de la aventura marítima y cruce por tierra del Istmo de Panamá. Los remedios producidos localmente por farmacéuticos poco entrenados no ofrecían garantía.  

En el capítulo 8 daremos cuenta de la Visita de Fiscalización al Hospital de Santa Ana  en Lima hecha por el sacerdote jesuita Esteban de Ávila. En el informe que elaboran los jesuitas para el Virrey se corrobora el deplorable estado en que se encontraba la botica de dicho hospital principal, como muestra de cómo posiblemente se encontraban las demás de Lima antes de que llegara al Perú el hermano Salumbrino.   


El Acuerdo del Cabildo de Lima de fecha diez de noviembre de 1603, un año antes de la llegada de Agustín Salumbrino a la ciudad pone en evidencia el mal estado de las boticas:


“Sobre visitar las boticas-  En este ayuntamiento se trató como de muchos días a esta parte no se habían visitado las boticas que hay en la ciudad y medicinas que hay en ellas a cuya causa se presumen estarán dañadas y corrompidas algunas de ellas y no serán de provecho antes serán dañosas para la salud de los cuerpos humanos y para remedio de ello mandaron que el alcalde y fieles ejecutores con asistencia del doctor Ormero hagan la visita de dichas boticas y que se tome acuerdo con el dicho doctor Ormero del día que se va a hacer la dicha visita para que el dicho día se cierren las dichas boticas para que mejor se pueda saber lo que hay en ellas y se remedie lo que hubiere que remediar y que se haga con toda brevedad posible”   

La mayor parte de la población no tenía capacidad económica como para acceder con facilidad a un médico o a las medicinas elaboradas que se vendían en las boticas. Sin embargo estas últimas cumplían un importante rol en el sistema de salud proveyendo de insumos para que las familias se prepararan sus propios compuestos basados en los recetarios manuscritos que circulaban.

La población no tenía acceso regular a médicos. En 1630 se contaron nueve médicos para una población que se había incrementado rápidamente  a  más de cuarenta mil. Además se contaba con diez cirujanos y cincuenta y tres barberos que practicaban sangrías.

Aunque parezca extraño había casi igual número de  hospitales en la capital que médicos. Estas instituciones, que por cierto carecían de profesionales de la salud, eran más centros de caridad a cargo de cofradías para atender a los pobres que un medio idóneo para curarse. En 1538 se fundó el de San Andrés para los españoles, en 1549 el de Santa Ana para los indios, en 1559 el de San Cosme y San Damián para mujeres, sin distinción de razas, en 1563 el de San Lázaro para los enfermos de lepra, en 1573 el del Espíritu Santo para marineros, en 1594 el de San Diego para pobres en general, ese mismo año se crea también el de San Pedro para clérigos pobres y en 1596 el de Nuestra Señora de Atocha de los niños huérfanos. 

Los esclavos afrodescendientes se atendían adonde podían colocarlos sus amos o eran abandonados y quedaban a merced de la caridad pública o de los gallinazos. La Compañia de Jesús sí tenía una enfermería especial para sus esclavos.


El agustino fray Bartolomé de Vadillo conmovido por una escena que presenció en la barranca del río Rimac de un africano moribundo rodeado de estas aves construyó entre 1646 y 1648 el Hospital de San Bartolomé para negros. Narra el historiador José Antonio del Busto que lo secundaron en esta fundación los jesuitas Francisco del Castillo y Juan Perlín, otro ejemplo de la práctica de la medicina misionera que caracterizó a la Compañía de Jesús. 

En el siglo XVII la población indígena que bajaba de la sierra para trabajar en los campos era propensa a contraer la malaria y a morir de ella; su sistema inmunológico no estaba preparado para el Plasmodium falciparum. En los legajos de hechicerías del Archivo Arzobispal de Lima se encuentran referencias sobre los medios mágicos a que recurrían los indios para protegerse de esta enfermedad. Le rezaban al mar, se sacaban cejas y pestañas y las soplaban como sacrificio. Usaban como ofrendas piedras, coca y maíz tostado para regresar sanos a sus tierras.  

Las órdenes religiosas y conventos  tenían sus propias enfermerías y pequeñas boticas para su uso.
  
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Frente a este precario sistema de salud, visto desde nuestra perspectiva del siglo XXI, la población se guiaba más por la costumbre. La salud cotidiana y la malaria antes que un tema de hospital o de médicos era un asunto familiar. Había que cuidar que se comía y bebía, si los alimentos eran fríos o calientes, según se clasificaban siguiendo la doctrina de los humores de la escuela de Galeno o la imaginación de los limeños. Las fiebres palúdicas necesitaban contrarrestarse para empezar con sangrías para lo cual había que llamar al barbero.

Había que respetar el espacio de tiempo entre comer y tomar líquidos. Se recurría al consejo del boticario, las curanderas y yerberas de los mercados, de los vecinos y de las sirvientas, en especial las mulatas y a recetas o recetarios escritos a mano que circulaban por la ciudad de Lima. Las medicinas se preparaban por lo general en casa, los ingredientes baratos se conseguían en los mercados o en las boticas, mayormente plantas medicinales. Se compraban insumos en las boticas para hacer las mezclas en el hogar  antes que comprar el remedio caro y poco fiable.

Las madres de familia y las mujeres en general eran las grandes protagonistas del sistema de salud. Este rol central femenino se mantiene en pleno siglo XXI sobre todo entre las grandes mayorías pobres en que las mujeres en base a sus conocimientos domésticos de farmacopea moderna o tradicional recurren a la automedicación para curar a su familia.
                                                   
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No había un diagnóstico preciso de la enfermedad por los médicos como la entendemos hoy en día. En el caso de la malaria, podía diagnosticarse como catarro, tifus, disentería, neumonía o asma.

Los esclavos llegaban al puerto muchas veces enfermos, pero las más de las veces sin que se supiera el mal, salvo cuando se trataba de viruelas por sus manifestaciones externas. Gracias a los estudios genéticos recientes podemos estimar que una parte importante de estas afecciones que sufrían eran por causa de la malaria.
 
Según los médicos de la ciudad en la época de Salumbrino, las causas de la malaria no eran distintas a las consideradas por los profesionales en Roma: tufos pestilentes de los pantanos, el clima de verano y otoño así como la inadecuada alimentación del paciente que había causado un desbalance de los humores en el cuerpo.

El tratamiento para la cura en caso de fiebres, incluidas las tercianas y cuartanas, que prescribía el médico de entonces consistía en aplicar sangrías para bajar la tensión o desinflamar, baños tibios, fricciones o ventosas para favorecer la transpiración así como productos para purgar y favorecer los vómitos con el propósito de evacuar los humores perjudiciales. Todavía prevalecían los principios de la medicina de Galeno según los cuales la enfermedad se originaba en el desequilibrio entre los cuatro humores, sangre, flema, bilis negra y bilis amarilla. La malaria era causada por una alteración en el calor del cuerpo y debía ser curado con su contrario. Citando a Galeno el médico limeño Francisco de Vargas Machuca en 1694 más de medio siglo de haber muerto Agustín Salumbrino, cuando ya estaba ampliamente difundida la quina en Europa, sostenía todavía que todas las fiebres se curaban mediante la sangría.

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El pueblo de Lima recurría a otras recetas populares que se divulgaban oralmente o a través de manuscritos como fueron los Cuadernos Recetario o copias del manuscrito del jesuita Bernabé Cobo sobre plantas medicinales nativas y su uso (ver Vademecum Jesuita de Plantas Medicinales en Anexo 1)

Algunas de estas recetas en estos Cuadernos, por cierto muy antiguas y algunas de antes que  se supiera de la quina o cascarilla en la ciudad, prescribían para las tercianas beber zumo de apio antes de la calentura u hojas de trébol con tres semillas con agua tibia o fría. En el caso de cuartanas se recomendaba no comer un día. Al siguiente día había que comer una perdiz asada, beber buen vino y arropado echarse a dormir.

Según la costumbre que prevalecía en las familias limeñas, había una hora para ingerir alimentos y otra, tres más tarde, para beber agua. Las reglas eran estrictas sobre las horas exactas, guiados por el sonar de las campanas de la iglesia más cercana. Estas reglas se mantenían aun cuando el enfermo se estuviera muriendo de sed.

Los colores eran también importantes para los limeños. Para la fiebre era bueno tomar leche de una vaca negra, antes que de cualquier otro color porque era más refrescante por la naturaleza fría que se le atribuía. Mucho se puede decir también sobre la relación entre la fe y el tratamiento médico prescrito por la costumbre. Los santos favoritos para casos de peste eran San Cosme y San Damián. 

La Botica de la Compañía de Jesús en Lima era la principal para aprovisionarse de las substancias para preparar los remedios en casa como lo vemos en el recetario El Médico Verdadero. Para purgar, una de las curas a las que más se recurría para la malaria y un sinfín de otras enfermedades, dice el recetario: "se pone aquí la receta para que por ella se traigan de la Botica de la Compañía los ingredientes precisos".  Los ingredientes consistían en agua de malvas, mucílagos y hierba de Juan Alonso.

En algún momento en el siglo XVII los recetarios de la época empiezan a referirse a la Botica de la Compañía de Jesús y a los polvos de la cascarilla, que es la corteza del árbol de la quina, para la cura de las tercianas y cuartanas es decir de la malaria. Son diversos los preparados que se sugieren indicando al lector hasta el precio en que se venden en la Botica de la Compañía de Jesús. Para muestra una de las recetas (en la transcripción hemos cambiado las u por las v, la q por c, comas por puntos, completado las abreviaturas,  suprimido algunas “y” así como otras mínimas variaciones y una nota para facilitar su lectura):

Receta muy segura para la curación de toda suerte de tercianas y cuartanas de que siempre se ha experimentado maravillosos efectos.
Se exprime una porción de naranjas agrias y de este zumo, después de colado por un lienzo, se llena tres veces un vasito pequeño que contenga cuatro onzas de agua y se pone en una ollita nueva vidriada donde también se echa igual cantidad de agua del tiempo clara y cuatro onzas de azúcar blanca.
Se pone a hervir en la candela hasta que se le quite con una cuchara toda la espuma blanca y verde que levanta. Estando así limpio este cocimiento se deja hervir todavía un poco. Luego se aparta del fuego y se deja enfriar.
Estando frío, se echa dentro de la ollita la cantidad de Cascarilla que dan en la Botica por un real de moneda o dos adarmes (nota: dos adarmes equivalían al peso de un real de plata) de los dichos polvos, meneando el cocimiento hasta que se incorpore bien, dejándolos en infusión aquella noche hasta por la mañana que es cuando se toma esta bebida en ayunas, volviendo entonces a menear el cocimiento del cual solo se toma cuatro onzas de bebida en un vasito dejando la demás porción para tomarla en los dos días siguientes, si fuere necesario.


Esta bebida se puede tomar sin el menor recelo el mismo día de la calentura una o dos horas, poco más o menos, antes que entre el frío”    
 
Bibliografía del Capítulo 7

En adición a la hagiografía de Agustín Salumbrino en este Capítulo 7 hemos recurrido a las siguientes fuentes complementarias:

-LIBROS DE CABILDOS DE LIMA, Libro Décimo Cuarto Años 1602-1605, Lima, 1945


-AUTORES ANÓNIMOS, Recetario para Todas Enfermedades del Cuerpo Humano (siglos XVI y XVII) , publicados por Hermilio Valdizán y Ángel Maldonado en La Medicina Popular Peruana, Lima, 1922

-AUTOR ANÓNIMO, El Médico Verdadero, Lima 1771, publicado por Hermilio Valdizán y Ángel Maldonado en La Medicina Popular Peruana, Lima, 1922

-FRAY BUENAVENTURA DE SALINAS Y CÓRDOVA, Memorial de las Historias del Nuevo Mundo, Piru, Universidad Nacional Mayor de San Marcos, Lima, 1957

-BERNABÉ COBO, La Fundación de Lima, Madrid, 1956

-HIPÓLITO UNANUE, Observaciones sobre el Clima de Lima y sus Influencias, Madrid, 1815

-ROBERT PROCTOR, Narrative of a Journey across the Cordillera of the Andes, and of a residence in Lima etc, Londres, 1825

ARCHIBALD SMITH, Peru as it is: a residence in Lima, and other parts of the Peruvian republic, Londres, 1839


ARTURO MONTOYA, Romancero de las  Calles de Lima, Lima, 1932

RICARDO PALMA, El Mes de Diciembre en la Antigua Lima, Barcelona así como sus tradiciones El Rosal de Rosa y Los Mosquitos de Santa Rosa, Bogotá 2000   

LUIS J. BASTO GIRÓN, Salud y Enfermedad en el Campesino Peruano del Siglo XVII, Universidad Nacional Mayor de San Marcos, 1957

CARLOS A. PAGE La Vida de Santa Rosa de Lima en los lienzos del convento de Santa Catalina de Siena en Córdova, Argentina

MARCOS CUETO, El Regreso de las Epidemias, Salud y sociedad en el Perú del siglo XX, Lima, 2000

CARLOS BUSTIOS ROMANI, Cuatrocientos años de la Salud Pública en el Perú (1533-1933), Lima 2004

RUBÉN VARGAS UGARTE, La Flor de Lima, Santa Rosa, Lima, 2004

ANGELA OLIVARES GULLÓN, Santa Rosa de Lima, Madrid, 2005

MIGUEL RABI CHARA, Un desconocido Manual de Educación Sanitaria del Siglo XVIII

ADAM WARREN, Recetarios: sus autores y lectores en el Perú colonial, Lima 2009

JOSÉ ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU, Santa Rosa de Lima, Empresa Editora El Comercio, Lima, 2011 

JOSÉ ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU, Breve Historia de los Negros del Perú, Fondo Editorial del Congreso del Perú, Lima, 2014 


LUIS TEJADA R. Malambo, Mundos Interiores: Lima 1850-1950, Universidad del Pacífico, Lima, editado por Aldo Panfichi H y Felipe Portocarrero S.

ROSA CARRASCO LIGARDO, Santa Rosa de Lima, escritos de la santa limeña, Lima 2016

STEPHEN M. HART, Santa Rosa de Lima. La Evolución de una Santa, Lima 2017 y Edición crítica del Proceso Apostólico de Santa Rosa de Lima, 2017  




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